La totalidad de las gentes está de acuerdo en
que existe la vida, por poco que haya reparado en ello.
La generalidad de las gentes está de acuerdo
en que ésta es intrínsecamente buena, aunque sólo sea la suya propia.
Sin embargo, todos parecen llegar al mismo
dilema: si la vida es buena, cómo es que existe el mal. Así pues, la totalidad
de las gentes está de acuerdo en que existe el mal pues si piensan que la vida
es buena es por contraposición a lo malo y si piensan que es mala, cómo hacerlo
sin creer antes en la existencia del mal.
Lo cierto es que si aceptamos la primera
premisa “la vida existe” no podemos aceptar la tercera “existe el mal” sin
contradecirnos. El problema empieza en la segunda premisa “la vida es buena”,
este es el ámbito de la ambigüedad por que qué queremos decir con que la vida
es buena o mala. La pregunta acerca de si la vida es buena o mala a qué se
refiere exactamente; si se refiere al sentimiento entonces la respuesta
dependerá del estado de ánimo, si se refiere al cuerpo dependerá de la
satisfacción del apetito en cuestión. Entonces surge la pregunta: ¿Hay una
respuesta que no sea ambigua acerca de la premisa “la vida es buena”? Por
supuesto esto dependerá de la intención de quien plantee la cuestión porque es
de hecho imposible evitar la ambigüedad cuando no hay intención de hacerlo. Si
tenemos la intención de no aclarar un asunto no importa el esfuerzo que
dediquemos a aclararlo pues siempre encontraremos la forma de escudarnos en un
sofisma que nos permita escabullir la cuestión, el hecho de contradecirnos no
nos importará en absoluto pues hemos priorizado no aclarar el asunto y la
contradicción es una forma, torpe pero efectiva, de conseguirlo.
Ahora bien, si la intención es recta uno
resuelve la ambigüedad del dilema haciendo llamada a la pura lógica: Si todos
aceptan que la vida existe y todos aceptan que el mal existe entonces o bien la
vida implica el mal y entonces no sería buena o el mal implica la vida y
entonces el principio de la existencia sería el propio mal y cómo aceptar
entonces, aun de manera ambigua, la premisa “la vida es buena”. Así pues, o
bien el principio es el mal, o bien el bien, pero de ningún modo ambos puesto
que son excluyentes. Todos aceptan “el mal es negativo”, entonces el mal es la
nada por pura negación, pues de ser positivo el mal, cómo habría de ser mal.
Aceptado esto, el bien ha de ser positivo y, por tanto, el todo por pura
afirmación; puesto que de haber mal o negación en algún grado, volveríamos a la
ambigüedad, con lo cual no podemos aceptar la premisa “la vida es buena” sin
contradecirnos, con lo cual nuestra intención no es recta. Cuando nuestra
intención es recta: el bien es positivo y es el todo, el mal es negativo y es
la nada.
Así pues, aceptar el mal como principio
implicaría aceptar la nada como principio; del lado contrario aceptar el bien
como principio implicaría, necesariamente, aceptar el todo como principio.
Entonces, en caso de aceptar el mal como principio debemos atenernos a la nada
y, como es lógico, no esperar nada, es decir, no tener esperanza; nuestra
responsabilidad entonces es intrascendente, no existe, no tenemos
responsabilidad alguna y la vida no es que sea mala, peor aún, no tiene sentido,
pues no es nada. Por otro lado, si aceptamos el bien como principio, qué
podríamos esperar más que el bien, pues éste lo es todo. En cuanto a nuestra
responsabilidad, qué podría ser más que el compromiso con esa misma aceptación
del bien.
Si uno acepta que la vida parte del todo, por
exclusión de la nada, debe aceptar que contiene intrínsecamente, en cuánto
vida, todo aquello que podría, de hecho, serle atribuida puesto que lo único
excluyente es la propia nada. Aceptando
esto, es indiscutible que la vida es digna por propia naturaleza, es decir, la
dignidad es precisamente su integridad. La dignidad es pues el atributo primero
de la vida, aquello en lo que yace nuestra conexión con la propia existencia,
la cual es obviamente el todo y, desde luego, el bien.
Todos aceptan que la dignidad es excluyente de
la nada pues, si no hay nada, qué dignidad ha de haber; igualmente dignidad es
excluyente de mal pues, aconteciendo el puro mal, qué dignidad puede resultar;
luego, necesariamente, la falta de bien es indignidad. Si la dignidad es la
integridad de la vida, no puede faltar el bien.
Llegados a este punto las gentes salen en
defensa de la ambigüedad diciendo: “basta con un poco de bien, pues ya habría
un poco de integridad”. Por supuesto esto es inaceptable, pues la propia
palabra “integridad” es incompatible con la división necesaria para que haya
“un poco de bien”. Este “poco de bien” está necesariamente complementado con un
poco de mal, pues sino sería puro bien y la ambigüedad desaparecería. Las
gentes protestan: “esto es demasiado rígido, parece que todo tenga que ser
negro o blanco, qué pasa con el gris”. Inaceptable, pues “gris” es ambigüedad,
la cual es incompatible con la integridad, con lo cual “gris” y “un poco de
bien” son palabras diferentes para evocar lo mismo. Las gentes insisten: “eso
se soluciona con dos sistemas de vida: uno rígido y otro suave; que cada cual
elija el que guste”. Inaceptable, las gentes ahora acuden a la división pura y
simple en busca de escapatoria. Sin embargo quedó demostrado que la división es
incompatible con la integridad, la cual es necesaria para la dignidad, la cual
es imprescindible para el bien, el cual es indispensable para la vida. Aceptar
esta premisa implica condenar de antemano a la ambigüedad a los que caigan bajo
el ámbito del “sistema suave”. Por otro lado, no existen “dos sistemas de vida”,
lo mismo que no existen dos vidas; sólo existe una vida, la cual, para ser lo
que es, debe necesariamente implicar el bien, la dignidad y la integridad.
Aceptar el dualismo propuesto con el concepto “dos sistema de vida” implica, no
dos vidas lo cual es absurdo, sino, de hecho, la vida y la muerte; pero esto es
también absurdo pues la vida y la muerte son excluyentes y no pueden coexistir,
de hecho la muerte no existe en absoluto pues, en cuanto negación de la vida,
es negación del bien y, por lo tanto, negación del todo. El dualismo implica la
presunción de que la nada es algo, lo cual es inaceptable.
Por fin hemos llegado a la conclusión
inequívoca: uno debe decidirse por la vida o por la muerte, pero no hay manera,
que no implique engaño, de quedarse entre una y la otra. En caso de engaño,
éste es aquel que hace que las gentes en cuestión se identifiquen con la
ambigüedad, la cual es incompatible con la vida y la muerte. Pero es un engaño,
lo cual implica que aquello con lo que se identifican es con la nada, puesto
que el todo es incompatible con el engaño mismo y con la propia ambigüedad. Las
gentes que buscan el engaño necesitan, de una u otra manera, negar el todo o al
menos su vinculación con él. Como esto es absurdo necesitan ambigüedad, pero ésta,
como quedó demostrado, es incompatible con la dignidad, luego con la
integridad, luego con el bien, luego con la vida. Así pues, no podemos ser
serios y ambiguos al mismo tiempo, con lo cual no nos vale el argumento “basta
con un poco de bien” y todos sus derivados subsecuentes. Debemos pues concluir
que no hay vida sin dignidad y que esta vida o es íntegra o no es vida, sino
muerte.
Pero las gentes arguyen: “nada de esto es
humano, no somos dioses, luego es inalcanzable, luego no existe aquí en el
mundo, luego no tenemos ninguna responsabilidad al respecto”. Visto de este
modo, nada de esto debe tenerse en cuenta puesto que no tenemos relación con la
vida, la vida es algo con lo que uno se tropieza. Todos están de acuerdo con
que el mal existe, con lo cual la única forma de hacer soportable la vida es,
precisamente, la ambigüedad; y aun cuando, como quedó demostrado, esta postura es
absurda, es la única aceptable, puesto que el bien puro en su integridad es
inalcanzable para los hombres. Si alguien dijese haberlo alcanzado,
indiscutiblemente miente, y si mostrase señales de haberlo alcanzado,
indiscutiblemente son engaños. Más aun, como sus engaños destruyen la
ambigüedad, ese alguien es peligroso pues destruye el único ámbito en el que la
vida es soportable. Hasta aquí los argumentos de las gentes.
Básicamente, el argumento se reduce a la
premisa de que lo divino no está presente en el ser humano, y el precio que hay
que pagar por subscribir este argumento es el de renunciar a cualquier
evidencia que pueda presentarse en sentido contrario, es decir, hay que
renunciar a la inteligencia. Por supuesto, aquí hay un problema. La propia
intelección nos garantiza que la premisa es falsa puesto que si lo divino no
está presente entonces lo divino no es el todo y, si esto es así, lo divino no
es divino. Tengamos en cuenta que sostener que lo divino no está presente
implica limitar el todo, el cual no puede ser limitado pues dejaría de ser el
todo; compréndase bien que esto significaría que el ser humano y la pura nada
serían lo mismo.
Sin embargo, las gentes arguyen: “estamos
vivos, luego no podemos ser la pura nada”. Por supuesto, el ser humano no es la
pura nada pero el pensamiento de las gentes lo implica. Entonces, si aceptamos
la premisa, lo único que nos queda es la ambigüedad pura porque, efectivamente,
nada no somos, pero estamos, mediante nuestro pensamiento, implicándonos en la
nada. Lo que queda claro aquí es que lo último que interesa a las gentes es la
claridad, puesto que aparecería con ella la conciencia y la necesidad de la
responsabilidad. Así pues, la ambigüedad es lo único que las gentes pueden
blandir para reclamar no importa qué cosa, pero ya demostramos más atrás que la
ambigüedad es, ella misma, el engaño. Así pues, el reclamo de las gentes es el
propio engaño. Es obvio que no podemos aceptar la argucia en absoluto, pues
hacerlo nos comprometería en el engaño y en la pura nada.
Aun así, las gentes no se rinden y rearguyen: “Nos
da igual, estamos vivos y nos da igual el engaño y la nada”. Sin embargo, ahora
reconocen que su anterior premisa era falsa y pretenden continuar arguyendo por
pura obcecación, sin ninguna base. Lo cierto es que al tomar este partido las
gentes reconocen implícitamente que lo expuesto antes sí es alcanzable, luego
existe también una responsabilidad, luego una dignidad íntegra se vuelve
imprescindible para la vida. Lo reconocen implícitamente pero se rehúsan a
aceptarlo. El problema aquí es que esto implica que quieren ser malvados,
negando toda responsabilidad, negando también la dignidad y aun la propia vida;
pero no quieren parecerlo puesto que dicen “estamos vivos”. Ahora bien, cómo
habrían de estar vivos si niegan el principio de la vida. Es verdad que, en
cuanto que la vida les fue dada, están vivos pero, en cuánto partícipes de la
propia vida, no lo están en absoluto. Se puede decir con toda propiedad que
aunque les fue dada la vida están en un estado de inercia, es decir, que a
todos los efectos están muertos, pues la propia inercia no define otra cosa que
la ausencia de vida. Lo inerte aunque puede ser movido no es nunca motor, es
decir, no hay voluntad en lo inerte. Así pues, esta premisa no es compatible
con la consciencia, pues aun los más fanáticos cientificistas se ven en un
apuro al tener que conciliar la falta de consciencia con lo que habitualmente
consideramos “tener una vida”, y se habla de que alguien en este estado de
falta de consciencia “es un vegetal”, pues al no reaccionar, ni siquiera de
forma refleja, no tiene voluntad.
Justo en este punto las gentes protestan y
dicen: “sí tenemos voluntad, sí reaccionamos de forma refleja, hasta incluso
tomamos decisiones, luego no hay contradicción”. El problema es que caen en su
propia trampa, puesto que, si reclaman para sí la voluntad se ven obligados a
admitir que, necesariamente, deben ser responsables, aunque sólo sea con
respecto a la mera voluntad. No les queda más remedio que admitir que su
voluntad es una voluntad de muerte, por inercia, y al hacer el reclamo de esta
voluntad admiten una responsabilidad de hacer, de hecho, lo contrario de la
vida. Es decir, las gentes se responsabilizan entonces de hacer el mal. Toman
decisiones, cierto, y son malas decisiones, por cierto, pues se basan siempre
en la ambigüedad la cual, ha quedado demostrado, es un engaño y pertenece al
ámbito de la nada.
Las gentes replican: “no es cierto, no
queremos hacer el mal pero tampoco responsabilizarnos del bien”. Pero entonces
consta la contradicción, puesto que no responsabilizarse del bien es hacer el
mal. Si las gentes quieren cumplir con lo que dicen cuando afirman “no queremos
hacer el mal” deben, necesariamente, responsabilizarse del bien.
Las gentes se disculpan diciendo: “no podemos,
es muy difícil”. Sin embargo esto no es más que una excusa para escabullirse,
puesto que lo difícil o no de una cuestión no justifica nada al respecto de la
cuestión. Uno puede encontrar difícil respetar la normativa vial de tráfico,
pero esto no le justifica para no respetarla. No responsabilizarse del bien no
es una opción, y en caso de hacerlo, hay culpa en ello, es decir, estamos
haciendo el mal.
Las gentes concluyen: “no hay caso, puesto que
no hay nadie entre nosotros capaz de responsabilizarse del bien”. Si eso fuera
cierto, cómo sería posible este escrito. Si no hubiese nadie capaz de
responsabilizarse del bien no habría debate y tampoco base para poner en duda
que la vida es buena. En un caso así tendríamos un mundo intrínsecamente malo
en el que la vida no pudiendo ser otra cosa que intrínsecamente mala sería
“buena”, es decir, nadie plantearía dudas acerca de la “bondad” de la vida y
nadie plantearía dudas acerca de la inexistencia de ningún tipo de dolor,
puesto que el dolor es malo, y un mundo intrínsecamente malo no entraría en
contradicción siempre que se apelase al mal. Si las gentes dicen “no hay nadie
entre nosotros capaz de responsabilizarse del bien”, entonces en el mundo no
hay mal, ni dolor, puesto que si nadie se responsabiliza del bien cómo saber
acerca del mal, cómo discernir entre una cosa y la otra.
Las gentes dicen: “sabemos del mal porque
sentimos dolor”. De nuevo caen en su propia trampa, pues implícitamente
reconocen la necesidad de responsabilizarse del bien pues, al notar un dolor y
reconocerlo como malo, desean una cura, la cual debe ser necesariamente buena.
Así pues, si “sabemos del mal porque sentimos dolor” no podemos decir que “no
hay nadie entre nosotros capaz de responsabilizarse del bien”. Entonces, el
problema aquí es que si el que sufre el mal es uno mismo, el bien es necesario;
pero mientras el que sufra el mal sea otro “no hay nadie entre nosotros capaz
de responsabilizarse del bien”. Entonces, es cuando la ambigüedad se vuelve
necesaria, pues lo bueno y lo malo van moldeándose según el interés. Ahora bien,
parece que esto no debe airearse, pues dejaría al descubierto al que tiene
interés en el mal, haciéndole constar como irresponsable delante del bien. Esto
tampoco tiene sentido según el argüir de las gentes pues si “no hay nadie entre
nosotros capaz de responsabilizarse del bien” qué importaría quedar al
descubierto.
Hay un último reclamo de las gentes: “no
queremos el mal para nosotros y tampoco queremos sentirnos mal por hacer el
mal, destruyamos el bien y todo quedará solucionado”. Hemos llegado ya al
disparate, por no aceptar la vida como aquello que implica necesariamente el
bien, la dignidad y la integridad, es decir, por no aceptar que tienen una
responsabilidad ineludible con respecto al bien, las gentes prefieren el puro
mal.
A estas alturas es difícil no ver en la propia
ambigüedad el ambiente mismo del mal, ese lugar en el cual el mal puede hacerse
sin ser visto. Pero para no ver esto es imprescindible:
1.- No prestar atención a lo dicho hasta aquí,
es decir, faltar al respeto y arrebatar la dignidad a quien sea necesario según
la circunstancia lo requiera.
2.- No ser consciente de lo dicho aquí, es
decir, actuar de manera inercial, en un estado de puro egoísmo, indiferente a
las consecuencias que puedan acontecer a cualquier otro.
3.- No responsabilizarse de lo dicho hasta
aquí, es decir, no reconocer ninguna autoridad legítima que implique, en sí
misma, la trascendencia de la propia individualidad y, con ella, la
trascendencia de la ambigüedad misma.