lunes, 23 de diciembre de 2019

La responsabilidad en la vida


La totalidad de las gentes está de acuerdo en que existe la vida, por poco que haya reparado en ello.

La generalidad de las gentes está de acuerdo en que ésta es intrínsecamente buena, aunque sólo sea la suya propia.

Sin embargo, todos parecen llegar al mismo dilema: si la vida es buena, cómo es que existe el mal. Así pues, la totalidad de las gentes está de acuerdo en que existe el mal pues si piensan que la vida es buena es por contraposición a lo malo y si piensan que es mala, cómo hacerlo sin creer antes en la existencia del mal.

Lo cierto es que si aceptamos la primera premisa “la vida existe” no podemos aceptar la tercera “existe el mal” sin contradecirnos. El problema empieza en la segunda premisa “la vida es buena”, este es el ámbito de la ambigüedad por que qué queremos decir con que la vida es buena o mala. La pregunta acerca de si la vida es buena o mala a qué se refiere exactamente; si se refiere al sentimiento entonces la respuesta dependerá del estado de ánimo, si se refiere al cuerpo dependerá de la satisfacción del apetito en cuestión. Entonces surge la pregunta: ¿Hay una respuesta que no sea ambigua acerca de la premisa “la vida es buena”? Por supuesto esto dependerá de la intención de quien plantee la cuestión porque es de hecho imposible evitar la ambigüedad cuando no hay intención de hacerlo. Si tenemos la intención de no aclarar un asunto no importa el esfuerzo que dediquemos a aclararlo pues siempre encontraremos la forma de escudarnos en un sofisma que nos permita escabullir la cuestión, el hecho de contradecirnos no nos importará en absoluto pues hemos priorizado no aclarar el asunto y la contradicción es una forma, torpe pero efectiva, de conseguirlo.

Ahora bien, si la intención es recta uno resuelve la ambigüedad del dilema haciendo llamada a la pura lógica: Si todos aceptan que la vida existe y todos aceptan que el mal existe entonces o bien la vida implica el mal y entonces no sería buena o el mal implica la vida y entonces el principio de la existencia sería el propio mal y cómo aceptar entonces, aun de manera ambigua, la premisa “la vida es buena”. Así pues, o bien el principio es el mal, o bien el bien, pero de ningún modo ambos puesto que son excluyentes. Todos aceptan “el mal es negativo”, entonces el mal es la nada por pura negación, pues de ser positivo el mal, cómo habría de ser mal. Aceptado esto, el bien ha de ser positivo y, por tanto, el todo por pura afirmación; puesto que de haber mal o negación en algún grado, volveríamos a la ambigüedad, con lo cual no podemos aceptar la premisa “la vida es buena” sin contradecirnos, con lo cual nuestra intención no es recta. Cuando nuestra intención es recta: el bien es positivo y es el todo, el mal es negativo y es la nada.

Así pues, aceptar el mal como principio implicaría aceptar la nada como principio; del lado contrario aceptar el bien como principio implicaría, necesariamente, aceptar el todo como principio. Entonces, en caso de aceptar el mal como principio debemos atenernos a la nada y, como es lógico, no esperar nada, es decir, no tener esperanza; nuestra responsabilidad entonces es intrascendente, no existe, no tenemos responsabilidad alguna y la vida no es que sea mala, peor aún, no tiene sentido, pues no es nada. Por otro lado, si aceptamos el bien como principio, qué podríamos esperar más que el bien, pues éste lo es todo. En cuanto a nuestra responsabilidad, qué podría ser más que el compromiso con esa misma aceptación del bien.

Si uno acepta que la vida parte del todo, por exclusión de la nada, debe aceptar que contiene intrínsecamente, en cuánto vida, todo aquello que podría, de hecho, serle atribuida puesto que lo único excluyente es la propia nada.  Aceptando esto, es indiscutible que la vida es digna por propia naturaleza, es decir, la dignidad es precisamente su integridad. La dignidad es pues el atributo primero de la vida, aquello en lo que yace nuestra conexión con la propia existencia, la cual es obviamente el todo y, desde luego, el bien.

Todos aceptan que la dignidad es excluyente de la nada pues, si no hay nada, qué dignidad ha de haber; igualmente dignidad es excluyente de mal pues, aconteciendo el puro mal, qué dignidad puede resultar; luego, necesariamente, la falta de bien es indignidad. Si la dignidad es la integridad de la vida, no puede faltar el bien.

Llegados a este punto las gentes salen en defensa de la ambigüedad diciendo: “basta con un poco de bien, pues ya habría un poco de integridad”. Por supuesto esto es inaceptable, pues la propia palabra “integridad” es incompatible con la división necesaria para que haya “un poco de bien”. Este “poco de bien” está necesariamente complementado con un poco de mal, pues sino sería puro bien y la ambigüedad desaparecería. Las gentes protestan: “esto es demasiado rígido, parece que todo tenga que ser negro o blanco, qué pasa con el gris”. Inaceptable, pues “gris” es ambigüedad, la cual es incompatible con la integridad, con lo cual “gris” y “un poco de bien” son palabras diferentes para evocar lo mismo. Las gentes insisten: “eso se soluciona con dos sistemas de vida: uno rígido y otro suave; que cada cual elija el que guste”. Inaceptable, las gentes ahora acuden a la división pura y simple en busca de escapatoria. Sin embargo quedó demostrado que la división es incompatible con la integridad, la cual es necesaria para la dignidad, la cual es imprescindible para el bien, el cual es indispensable para la vida. Aceptar esta premisa implica condenar de antemano a la ambigüedad a los que caigan bajo el ámbito del “sistema suave”. Por otro lado, no existen “dos sistemas de vida”, lo mismo que no existen dos vidas; sólo existe una vida, la cual, para ser lo que es, debe necesariamente implicar el bien, la dignidad y la integridad. Aceptar el dualismo propuesto con el concepto “dos sistema de vida” implica, no dos vidas lo cual es absurdo, sino, de hecho, la vida y la muerte; pero esto es también absurdo pues la vida y la muerte son excluyentes y no pueden coexistir, de hecho la muerte no existe en absoluto pues, en cuanto negación de la vida, es negación del bien y, por lo tanto, negación del todo. El dualismo implica la presunción de que la nada es algo, lo cual es inaceptable.

Por fin hemos llegado a la conclusión inequívoca: uno debe decidirse por la vida o por la muerte, pero no hay manera, que no implique engaño, de quedarse entre una y la otra. En caso de engaño, éste es aquel que hace que las gentes en cuestión se identifiquen con la ambigüedad, la cual es incompatible con la vida y la muerte. Pero es un engaño, lo cual implica que aquello con lo que se identifican es con la nada, puesto que el todo es incompatible con el engaño mismo y con la propia ambigüedad. Las gentes que buscan el engaño necesitan, de una u otra manera, negar el todo o al menos su vinculación con él. Como esto es absurdo necesitan ambigüedad, pero ésta, como quedó demostrado, es incompatible con la dignidad, luego con la integridad, luego con el bien, luego con la vida. Así pues, no podemos ser serios y ambiguos al mismo tiempo, con lo cual no nos vale el argumento “basta con un poco de bien” y todos sus derivados subsecuentes. Debemos pues concluir que no hay vida sin dignidad y que esta vida o es íntegra o no es vida, sino muerte.

Pero las gentes arguyen: “nada de esto es humano, no somos dioses, luego es inalcanzable, luego no existe aquí en el mundo, luego no tenemos ninguna responsabilidad al respecto”. Visto de este modo, nada de esto debe tenerse en cuenta puesto que no tenemos relación con la vida, la vida es algo con lo que uno se tropieza. Todos están de acuerdo con que el mal existe, con lo cual la única forma de hacer soportable la vida es, precisamente, la ambigüedad; y aun cuando, como quedó demostrado, esta postura es absurda, es la única aceptable, puesto que el bien puro en su integridad es inalcanzable para los hombres. Si alguien dijese haberlo alcanzado, indiscutiblemente miente, y si mostrase señales de haberlo alcanzado, indiscutiblemente son engaños. Más aun, como sus engaños destruyen la ambigüedad, ese alguien es peligroso pues destruye el único ámbito en el que la vida es soportable. Hasta aquí los argumentos de las gentes.

Básicamente, el argumento se reduce a la premisa de que lo divino no está presente en el ser humano, y el precio que hay que pagar por subscribir este argumento es el de renunciar a cualquier evidencia que pueda presentarse en sentido contrario, es decir, hay que renunciar a la inteligencia. Por supuesto, aquí hay un problema. La propia intelección nos garantiza que la premisa es falsa puesto que si lo divino no está presente entonces lo divino no es el todo y, si esto es así, lo divino no es divino. Tengamos en cuenta que sostener que lo divino no está presente implica limitar el todo, el cual no puede ser limitado pues dejaría de ser el todo; compréndase bien que esto significaría que el ser humano y la pura nada serían lo mismo.

Sin embargo, las gentes arguyen: “estamos vivos, luego no podemos ser la pura nada”. Por supuesto, el ser humano no es la pura nada pero el pensamiento de las gentes lo implica. Entonces, si aceptamos la premisa, lo único que nos queda es la ambigüedad pura porque, efectivamente, nada no somos, pero estamos, mediante nuestro pensamiento, implicándonos en la nada. Lo que queda claro aquí es que lo último que interesa a las gentes es la claridad, puesto que aparecería con ella la conciencia y la necesidad de la responsabilidad. Así pues, la ambigüedad es lo único que las gentes pueden blandir para reclamar no importa qué cosa, pero ya demostramos más atrás que la ambigüedad es, ella misma, el engaño. Así pues, el reclamo de las gentes es el propio engaño. Es obvio que no podemos aceptar la argucia en absoluto, pues hacerlo nos comprometería en el engaño y en la pura nada.

Aun así, las gentes no se rinden y rearguyen: “Nos da igual, estamos vivos y nos da igual el engaño y la nada”. Sin embargo, ahora reconocen que su anterior premisa era falsa y pretenden continuar arguyendo por pura obcecación, sin ninguna base. Lo cierto es que al tomar este partido las gentes reconocen implícitamente que lo expuesto antes sí es alcanzable, luego existe también una responsabilidad, luego una dignidad íntegra se vuelve imprescindible para la vida. Lo reconocen implícitamente pero se rehúsan a aceptarlo. El problema aquí es que esto implica que quieren ser malvados, negando toda responsabilidad, negando también la dignidad y aun la propia vida; pero no quieren parecerlo puesto que dicen “estamos vivos”. Ahora bien, cómo habrían de estar vivos si niegan el principio de la vida. Es verdad que, en cuanto que la vida les fue dada, están vivos pero, en cuánto partícipes de la propia vida, no lo están en absoluto. Se puede decir con toda propiedad que aunque les fue dada la vida están en un estado de inercia, es decir, que a todos los efectos están muertos, pues la propia inercia no define otra cosa que la ausencia de vida. Lo inerte aunque puede ser movido no es nunca motor, es decir, no hay voluntad en lo inerte. Así pues, esta premisa no es compatible con la consciencia, pues aun los más fanáticos cientificistas se ven en un apuro al tener que conciliar la falta de consciencia con lo que habitualmente consideramos “tener una vida”, y se habla de que alguien en este estado de falta de consciencia “es un vegetal”, pues al no reaccionar, ni siquiera de forma refleja, no tiene voluntad.

Justo en este punto las gentes protestan y dicen: “sí tenemos voluntad, sí reaccionamos de forma refleja, hasta incluso tomamos decisiones, luego no hay contradicción”. El problema es que caen en su propia trampa, puesto que, si reclaman para sí la voluntad se ven obligados a admitir que, necesariamente, deben ser responsables, aunque sólo sea con respecto a la mera voluntad. No les queda más remedio que admitir que su voluntad es una voluntad de muerte, por inercia, y al hacer el reclamo de esta voluntad admiten una responsabilidad de hacer, de hecho, lo contrario de la vida. Es decir, las gentes se responsabilizan entonces de hacer el mal. Toman decisiones, cierto, y son malas decisiones, por cierto, pues se basan siempre en la ambigüedad la cual, ha quedado demostrado, es un engaño y pertenece al ámbito de la nada.

Las gentes replican: “no es cierto, no queremos hacer el mal pero tampoco responsabilizarnos del bien”. Pero entonces consta la contradicción, puesto que no responsabilizarse del bien es hacer el mal. Si las gentes quieren cumplir con lo que dicen cuando afirman “no queremos hacer el mal” deben, necesariamente, responsabilizarse del bien.

Las gentes se disculpan diciendo: “no podemos, es muy difícil”. Sin embargo esto no es más que una excusa para escabullirse, puesto que lo difícil o no de una cuestión no justifica nada al respecto de la cuestión. Uno puede encontrar difícil respetar la normativa vial de tráfico, pero esto no le justifica para no respetarla. No responsabilizarse del bien no es una opción, y en caso de hacerlo, hay culpa en ello, es decir, estamos haciendo el mal.

Las gentes concluyen: “no hay caso, puesto que no hay nadie entre nosotros capaz de responsabilizarse del bien”. Si eso fuera cierto, cómo sería posible este escrito. Si no hubiese nadie capaz de responsabilizarse del bien no habría debate y tampoco base para poner en duda que la vida es buena. En un caso así tendríamos un mundo intrínsecamente malo en el que la vida no pudiendo ser otra cosa que intrínsecamente mala sería “buena”, es decir, nadie plantearía dudas acerca de la “bondad” de la vida y nadie plantearía dudas acerca de la inexistencia de ningún tipo de dolor, puesto que el dolor es malo, y un mundo intrínsecamente malo no entraría en contradicción siempre que se apelase al mal. Si las gentes dicen “no hay nadie entre nosotros capaz de responsabilizarse del bien”, entonces en el mundo no hay mal, ni dolor, puesto que si nadie se responsabiliza del bien cómo saber acerca del mal, cómo discernir entre una cosa y la otra.

Las gentes dicen: “sabemos del mal porque sentimos dolor”. De nuevo caen en su propia trampa, pues implícitamente reconocen la necesidad de responsabilizarse del bien pues, al notar un dolor y reconocerlo como malo, desean una cura, la cual debe ser necesariamente buena. Así pues, si “sabemos del mal porque sentimos dolor” no podemos decir que “no hay nadie entre nosotros capaz de responsabilizarse del bien”. Entonces, el problema aquí es que si el que sufre el mal es uno mismo, el bien es necesario; pero mientras el que sufra el mal sea otro “no hay nadie entre nosotros capaz de responsabilizarse del bien”. Entonces, es cuando la ambigüedad se vuelve necesaria, pues lo bueno y lo malo van moldeándose según el interés. Ahora bien, parece que esto no debe airearse, pues dejaría al descubierto al que tiene interés en el mal, haciéndole constar como irresponsable delante del bien. Esto tampoco tiene sentido según el argüir de las gentes pues si “no hay nadie entre nosotros capaz de responsabilizarse del bien” qué importaría quedar al descubierto.

Hay un último reclamo de las gentes: “no queremos el mal para nosotros y tampoco queremos sentirnos mal por hacer el mal, destruyamos el bien y todo quedará solucionado”. Hemos llegado ya al disparate, por no aceptar la vida como aquello que implica necesariamente el bien, la dignidad y la integridad, es decir, por no aceptar que tienen una responsabilidad ineludible con respecto al bien, las gentes prefieren el puro mal. 

A estas alturas es difícil no ver en la propia ambigüedad el ambiente mismo del mal, ese lugar en el cual el mal puede hacerse sin ser visto. Pero para no ver esto es imprescindible:

1.- No prestar atención a lo dicho hasta aquí, es decir, faltar al respeto y arrebatar la dignidad a quien sea necesario según la circunstancia lo requiera.

2.- No ser consciente de lo dicho aquí, es decir, actuar de manera inercial, en un estado de puro egoísmo, indiferente a las consecuencias que puedan acontecer a cualquier otro.

3.- No responsabilizarse de lo dicho hasta aquí, es decir, no reconocer ninguna autoridad legítima que implique, en sí misma, la trascendencia de la propia individualidad y, con ella, la trascendencia de la ambigüedad misma.