jueves, 30 de enero de 2020

La usurpación de la autoridad


Aceptando la sugerencia presentada ampliamos la cuestión de la responsabilidad dándole la vuelta a la cuestión y planteando la problemática de la irresponsabilidad. Así pues, la pregunta es: ¿Qué ocurre cuando hay una total falta de responsabilidad?

Entonces, si la responsabilidad quedó definida en el anterior capítulo como compromiso con la aceptación del bien, entendiéndose éste como el todo por exclusión de la pura nada; luego la definición contraria debería plantearse como compromiso con el rechazo del bien, entendiéndose éste como la nada por exclusión del todo.

Sin embargo, las gentes se apresuran a protestar: “no es cierto, queremos el bien pero no queremos hablar del todo o la nada”. Esto es inaceptable puesto que ya quedó demostrado anteriormente que no se puede hablar de bien con propiedad sin ajustarlo a las leyes de la lógica. De otro modo, deberíamos ajustarnos a la ambigüedad como norma, lo cual también quedó demostrado como inaceptable pues la propia ambigüedad es engaño, el cual es negativo, con lo cual no es admisible como parte del bien. También se refutó la tesis del gris como punto medio entre blanco, es decir, el bien y negro, es decir, el mal. El punto medio sólo es aceptable en el ámbito de lo particular, por ejemplo cuando decimos que queremos agua ni muy caliente ni muy fría sino tibia, para lavarnos las manos; pero es inaceptable en el ámbito de lo universal, por ejemplo cuando pretendemos que ante una acusación de asesinato se nos retiren los cargos en base a que no asesinamos ni todo ni nada sino que sólo asesinamos a la víctima un poco, con lo cual su muerte no pudo ser del todo a causa de nuestro “un poco”, con lo cual no se puede concluir que hayamos asesinado a la víctima la cual debió haber muerto por otra cosa.

Lo que tratamos aquí es acerca de la responsabilidad, o la falta de ella, y acerca del bien como constituyente de la propia realidad en cuanto sólo limitado por la pura nada. El lector debe comprender entonces que tratamos una cuestión universal y no particular. Debe entenderse también que para tratar cualquier asunto con seriedad es imprescindible atenerse a las leyes de la lógica, especialmente a sus tres principios básicos:

1.      El principio de identidad: la cuestión que se esté tratando es idéntica a sí misma, no puede cambiar para adecuarse a los intereses de un interlocutor pues sería lesivo para el otro interlocutor, con lo cual sería imposible ser serio, justo o razonable.

2.      El principio de no contradicción: la cuestión que se esté tratando no puede verse condicionada a la ambigüedad pues, de otro modo, se desvirtúa la cuestión que se trata atacándola en su universalidad para particularizarla al gusto del interlocutor en cuestión. Por ejemplo, la universalidad de la vida no puede condicionarse a la ambigüedad puesto que desvirtuaríamos la vida haciéndola partícipe de la muerte, lo cual es absurdo.

3.      El principio de razón suficiente: la cuestión que se esté tratando debe tener una conexión lógica, a través de razonamientos, con la respuesta que se propone como conclusión acerca de dicha cuestión. Por ejemplo, al plantear la pregunta acerca de qué ocurre cuando se da una total irresponsabilidad, debemos dar una respuesta coherente acerca de aquello que se está preguntando sin escabullir la cuestión.

Por fin, hemos llegado al punto necesario para responder a la pregunta con propiedad sin dejar que el sentimentalismo, la ambigüedad o la confusión nos desvíen de la corrección de la respuesta.

Así pues, cuando hay una total falta de responsabilidad lo que ocurre es el puro mal, es decir, estamos introduciendo en la vida la muerte. La misma vida que nos fue dada queda ahora sometida al ámbito de la muerte puesto que a través de la irresponsabilidad no hay forma posible de participar de la vida y quien queda sometido a esta suerte sólo tiene acceso a la ambigüedad, es decir, al puro engaño. Su cuerpo permanece vivo pero su mente está atrapada en el delirio de la ambigüedad, es decir, en la inconsciencia, la pura inercia. Esta mente cree tener libertad y es cierto que la tiene, pero sólo en el ámbito del engaño el cual, como quedó demostrado, es la nada. Esta mente queda pues enredada en el mal y sólo la responsabilidad podrá quitarla de ahí. Ahora bien, la pregunta habla de total falta de responsabilidad con lo cual es oportuno decir aquí que esa responsabilidad necesaria para que esa mente se desenrede del mal, no puede provenir de esa misma mente de la cual se ha dicho que tiene una total falta de responsabilidad. Así pues, esta mente necesita el auxilio de la responsabilidad trascendente, pues su responsabilidad individual ha quedado usurpada por la total falta de responsabilidad.

Por otro lado, esta mente irresponsable no sólo usurpa la responsabilidad individual que necesariamente esta mente tuvo que tener en algún momento para acceder siquiera a la existencia, sino que, esta mente irresponsable, tiene acceso al cuerpo de dicha mente, es decir, no sólo quedan usurpados los pensamientos sino también los actos.

En este punto las gentes protestan: “si eso fuera así entonces nosotros no seríamos nosotros, estaríamos poseídos por algo ajeno a nosotros; pero si sabemos que estamos vivos, entonces tenemos que ser nosotros; cómo pues nos habrían de poseer sin nosotros haberlo sabido”. El problema aquí estriba en la cuestión de la recta intención y nos lleva de regreso al asunto de la autoridad trascendente. Tal y como arguyen las gentes uno se podría ver tentado a suponer que la responsabilidad es innecesaria pero lo cierto es que nuestra capacidad intelectiva nos atestigua que eso no es posible puesto que eso implicaría que la autoridad trascendente no existe, luego no tenemos libre albedrío pues estaríamos esclavizados por la ambigüedad constante. Siendo así no podríamos tener ninguna certeza, entonces cómo saber que estamos vivos.

La resolución al dilema pasa, necesariamente, por la aceptación de que nosotros somos nosotros precisamente debido a la autoridad trascendente. De otro modo, nunca podríamos decir nosotros somos nosotros como lo hacen las gentes, así pues, su protesta es inaceptable.

Aparte de esto, tenemos que tratar la cuestión de la recta intención la cual no debe ser olvidada puesto que la única conexión posible entre la autoridad trascendente y nuestra individualidad, para que podamos decir con toda propiedad que estamos vivos, es precisamente la recta intención. Es decir, la recta intención es aquello que hace que mis pensamientos y mis actos sean acordes a la vida, y esto no puede hacerse sin responsabilidad. Así pues, si sabemos que estamos vivos es debido a que cumplimos las condiciones indispensables para llegar a semejante conclusión, a saber, de algún modo, por vago que sea, aceptamos que existe una autoridad trascendente, aceptamos que la vida implica consciencia y aceptamos que es imprescindible para ello prestar atención. De algún modo lo aceptamos, pero en algún momento desviamos la ruta hacia la ambigüedad, es decir, no tenemos una recta intención y pasamos a negar, mediante la ambigüedad y el sentimentalismo, la autoridad trascendente; y hacemos todo esto porque esa ambigüedad y ese sentimentalismo que nos confinan al ámbito del engaño nos conducen a un estado de inconsciencia. Así de fácil se pasa de la sensatez al delirio, y por esto es imprescindible mantener la atención, la consciencia y la responsabilidad con una recta intención.

A estas alturas debería ser fácil comprender que la irresponsabilidad total lleva, necesariamente, al desastre total. Sin embargo las gentes no se rinden y arguyen: “no sabemos nada de eso de la recta intención pero sí sabemos que tenemos buenas intenciones y eso basta” Inaceptable. Compréndase bien que la ruptura con los principios antedichos implica, necesariamente, la usurpación del bien. Es decir, la propia noción de bien que tiene el individuo que se deja llevar por las buenas intenciones no participa del bien trascendente sino que, de hecho, lo niega; sin embargo, el individuo sigue utilizando el mismo término “bien”, pero desvirtuado de su sentido original. Esta aberración es probablemente la consecuencia más monstruosa de la irresponsabilidad puesto que el irresponsable está convencido de estar haciendo el bien y si alguien le hace ver que se equivoca se sirve de la ambigüedad para salir del paso quedando intacta la sensación, que este individuo tiene, de estar haciendo el bien. Por supuesto, un irresponsable tal no se ve a sí mismo como irresponsable y cómo habría de hacerlo en medio de la pura ambigüedad, es decir, en medio del puro engaño. La irresponsabilidad y la propia ambigüedad son por esta razón extremadamente contagiosos con lo cual a nadie debería sorprender la relación que se establece entre la irresponsabilidad, la ambigüedad y la sugestión. He aquí, de hecho, la razón de la obstinación de las gentes. Concluimos pues que las buenas intenciones, las cuales son siempre particulares, no bastan y la recta intención, la cual es necesariamente universal, es imprescindible para alcanzar la responsabilidad.

Las buenas intenciones son, de hecho, incompatibles con la recta intención puesto que, aunque no exista una plena consciencia de ello, lo cierto es que implican siempre un cierto grado de ambigüedad llevando a la mente al desastre mediante la usurpación del sentido de bien. Nos explicamos: las buenas intenciones son sentimientos, es decir, no forman parte de lo universal pues los sentimientos son ininteligibles si no hay un individuo que los adopte de modo que particularice el sentimiento en cuestión. Por ejemplo, el sentimiento de amor por una joya no tiene sentido en sí mismo y sólo se hace inteligible si lo asociamos a un individuo el cual, ahora sí, hace que dicho sentimiento se particularice: “Fulano ama aquella joya”. Sin embargo, lo universal, es decir, lo real, tal y como ya ha quedado definido anteriormente, sí es perfectamente inteligible sin necesidad de que ningún individuo lo particularice: “el bien es amor”. Así pues, “joya es amor” es ininteligible y nuestra mente exige saber qué joya puede ser esa o quién dice tal cosa; por la contra, “el bien es amor” es perfectamente inteligible y nuestra mente puede preguntarse acerca del amor e incluso puede plantearse que alguien diga tal cosa, pero no lo necesita para entender que la frase, en sí misma, es perfectamente comprensible. Esto es debido a que todos tenemos una capacidad para percibir el sentido trascendente de ciertas nociones que son, de por sí, trascendentes sin que esto sea privativo de aplicaciones particulares.

Aquí las gentes arguyen: “nuestras buenas intenciones son trascendentes porque, en su sentido sublimado, van más allá de cualquier aplicación particular, luego no hace falta nada más”. El argumento es erróneo puesto que no tiene en cuenta la irreversibilidad de la jerarquía en el razonamiento. Lo universal ocupa el lugar jerárquico máximo y lo particular el mínimo pero, entre uno y otro, hay una gradación indefinida de jerarquías donde se colocarían las generalidades. Lo general no es, de ningún modo, aceptable como universal; la suma de las responsabilidades individuales, aun cuando sea en número indefinido, no da como resultado la responsabilidad universal; no importa cuánta gente consensúe que el asesinato está bien, seguirá estando mal aunque no haya nadie que así lo atestigüe puesto que el universal que rige la dignidad intrínseca de la vida no permite aceptar como razonable la tesis mayoritaria a favor del asesinato, y no importan ni el quorum ni la unanimidad en una hipotética votación al respecto.

A estas alturas ha quedado suficientemente claro que la falta de una intención recta conlleva el riesgo inmediato del desastre a través de la confusión de la mente con respecto a los sentimientos o planteamientos del tipo que sean que, por su ambigüedad o perversión, conducen a la irresponsabilidad.

En este punto conviene hacer una aclaración acerca de lo que podemos llamar las influencias psíquicas pero que, en realidad, no son más que jerarquías de sentimentalismo. Un sentimiento determinado puede ser sencillamente individual como cuando, por ejemplo, “Fulano ama una joya” puesto que en este caso el único involucrado podría ser “Fulano” y nadie más tendría porqué saber siquiera acerca de este asunto. Sin embargo, la cuestión cambia, y se hace más confusa, cuando el sentimiento es colectivo o general como cuando, por ejemplo, “el pueblo ama la democracia” puesto que en este caso hay un sentimiento que, aparentemente, trasciende la individualidad. Nos hemos topado aquí con la ambigüedad, la confusión, la sugestión y, aún más, el consenso. Por supuesto en “el pueblo ama la democracia” no hay la más mínima trascendencia pero sí hay confusión pues quién es el pueblo más allá de una amalgama y cómo podría ser sujeto consciente, hay también ambigüedad puesto que parece que, debido a su número, está por encima del individuo, con lo cual hay también sugestión pues se nos sugiere que interpretemos esto como trascendente al individuo; pero, peor aún, hay aquí consenso en la consideración, en sí misma ambigua y confusa, de que en la frase “el pueblo ama la democracia” hay responsabilidad. Una vez más, la verdad es justo la contraria, tomar esa frase en el sentido que, tristemente, tiene hoy en día es sumamente irresponsable puesto que no tenemos en este asunto nada real, nada razonable sino sólo puro sentimiento y, sin embargo, las gentes se guían totalmente por este tipo de sentimiento que es más una influencia psíquica que cualquier otra cosa. Desde luego hay buena intención pero no hay una intención recta, se usurpa el sentido de bien, en este caso el sentido de bien común, pero no hay una particularización en ningún individuo, con lo cual no hay ningún responsable y cómo saber entonces que se está cumpliendo con el bien común. Compréndase bien que aquí no hay una intención recta porque se permite la ambigüedad.

Entonces las gentes arguyen: “pero se está cumpliendo el bien común”. Por supuesto esto es falso pues, como quedó demostrado, el bien común, al igual que el bien propiamente dicho, es incompatible con la ambigüedad. Las gentes rearguyen: “consideramos que <<el pueblo ama la democracia>> es trascendente”. Interesante pero inaceptable. Interesante puesto que en este juego psíquico podemos ver ahora con nitidez la mala fe del asunto en cuestión puesto que se trata, efectivamente, de hacer pasar lo general por lo universal y el sentimiento por lo trascendente; sin embargo todo esto es inaceptable puesto que no podemos sostener que “el pueblo ama la democracia” sea más trascendente que “Fulano ama una joya”, ninguna de estas dos premisas tiene nada de trascendente sin embargo tenemos en todo este asunto un engaño fácil de percibir ahora; está claro que hay alguien que, por la razón que sea, tiene interés en que aquellos que subscriban la influencia psíquica “el pueblo ama la democracia” confunda un asunto particular y, por lo tanto banal e irrelevante, con un asunto trascendental y, por lo tanto, susceptible de ser aceptado responsablemente. Así pues, la mente se queda “tranquila” en sus “buenas intenciones” pero el desastre se ha consumado puesto que ha subscrito una noción inicua; y es inicua debido a que implica un tremendo engaño: la mente ha subscrito como bien el mal.

Ahora, por fin, se comprende que la irresponsabilidad aun cuando haya sido originada por la mejor de las intenciones redunda en el desastre puesto que usurpa la autoridad que legítimamente le corresponde a lo universal particularizando una idea u otra según un determinado interés y haciendo mediante el consenso, el cual se apoya en la confusión entre lo general y lo universal, que el mal, es decir la ambigüedad y el engaño, parezca, en realidad, el bien. Así pues, se demuestra imposible que las buenas intenciones sean suficientes para que se produzca la responsabilidad en la vida, de modo que la pregunta con la cual iniciamos este texto sólo tiene una respuesta posible: cuando hay una total falta de responsabilidad el resultado es el desastre y, en última instancia, el mal puro, es decir, la total disipación en la nada.

Evitar la recta intención, la cual suprime la posibilidad de la ambigüedad, sólo conlleva el enredo en el mal y la usurpación del bien, todo esto redunda inevitablemente en la traición puesto que la mente, embriagada en el sentimentalismo engañoso de la confusión entre lo particular y lo universal, se pierde a sí misma en el delirio de la usurpación de la autoridad contraponiendo el mal al bien y confundiendo el bien con el mal. Una mente así pensará estar haciendo el bien mientras hace el mal y, además, habrá alguien sacando provecho de ello con lo cual, esta mente, no sólo se hace daño a sí misma y a quien traiciona en su loco delirio sino que, además, contribuye al desequilibrio general alimentando la sugestión y robusteciendo el consenso.

Este es el terrible precio a pagar por la irresponsabilidad y quien lo paga es el inocente, es decir, el que se niega a prestarse a este juego perverso. El irresponsable arrastra al vacío al inocente, a la pura disolución, haciendo que sea precisamente su inocencia la que le haga culpable delante del consenso general y haciendo que todo el peso de la sugestión le aplaste en su fuero interno puesto que son precisamente sus buenas cualidades, la recta intención, la que desata la furia de las gentes puesto que éstas dicen: “no nos permite seguir nuestras buenas intenciones con su recta intención, luego es intolerante con los buenos”. Por supuesto esto es un disparate pues la recta intención jamás es compatible con la intolerancia con los buenos sino todo lo contrario. La diferencia en las dos posturas es que la recta intención acepta la autoridad universal como guía, trascendiéndose de este modo su individualidad; la postura de las buenas intenciones, sin embargo, opta por el consenso como guía pero no hay trascendencia alguna quedándose todo en el ámbito del interés de alguien. Quien sea ese alguien es irrelevante, la cuestión aquí es que en la tesis de las buenas intenciones se produce la inversión monstruosa de los principios y es así como, ante la perplejidad de todos, se opera la perfidia más absoluta. El verdadero bien, aquel que es la realidad y el todo, es absolutamente incompatible con la irresponsabilidad, aquella que trae el sufrimiento y la muerte.

A modo de epílogo pondremos un ejemplo esclarecedor: la familia. Lo primero que debe ocurrir para que se produzca la falta total de responsabilidad es que no se preste atención a lo importante lo cual es, en sí mismo, irresponsable; acto seguido se perderá la consciencia de no estar prestando atención lo cual se llevará a cabo, por supuesto, con buena intención. Llegados a este punto ya aplica sobre esta familia el modelo que hemos visto más atrás, es decir, la familia se zambulle en la sugestión y se pierde de vista lo trascendente con lo cual, tarde o temprano, el individuo más vulnerable de la familia será víctima del desorden y al hacer reclamo de su dignidad se activará el consenso. En este punto el reclamo de la víctima ya no encuentra a una autoridad trascendente que regule la situación sino que prevalecerá el interés de alguno de los miembros de la familia y se regulará el asunto según el consenso general. Así pues, ante la reclamación presentada por la víctima no se realizará un juicio responsable sobre la dignidad de la víctima sino únicamente una consideración general y un balance de daños, no sobre la dignidad de la víctima sino sobre el consenso general de la familia.

La consideración general al rechazar la autoridad universal, recordemos que general no es equivalente a universal, concluirá que la víctima no es víctima puesto que el desorden no existe, y cómo habría de existir si nunca hubo consciencia de no estar prestando atención a lo importante. Es decir, el consenso general funciona de manera automática tomando el statu quo imperante como orden por defecto sin que nadie supervise nada pues al faltar la consciencia de no estar prestando atención quién se dará cuenta. Llegados a este punto, la víctima que ya no puede ser víctima puesto que no hay ningún desorden pasa a representar un problema para la familia puesto que, incapaz de comprender que no es víctima, sigue persistiendo en su reclamo. Obsérvese que este reclamo es ya ilegítimo, es decir, se ha producido la usurpación del bien que mencionábamos más atrás. La víctima ha pasado a ser verdugo puesto que con su reclamo ilegítimo hace daño a los demás miembros de la familia.

Hemos llegado al momento del balance de daños, la víctima que ahora es verdugo no puede reclamar ningún daño pues es, ella misma, la culpable de su propio reclamo; sin embargo, el verdugo que ahora es víctima sí puede, e incluso debe, reclamar daños.

A estas alturas del ejemplo tenemos que lo que comenzó como una negligencia por parte del responsable de la familia, el cual no prestó atención a lo importante, se ha convertido en un consenso de buenas intenciones que vela por el interés general. Entiéndase ahora que llegados a este punto ya no hay forma de que surja la necesidad acerca de hacer algo para restablecer el orden puesto que no hay la más mínima consciencia de que exista ningún desorden y, en caso de conflicto, éste no puede ser nunca más que anecdótico y en caso de ir a mayores será culpa del que reclame justicia en su causa particular puesto que si la víctima es verdugo, entonces el verdugo al pedir justicia pide, en realidad, la injusticia. De este modo el verdugo es el único culpable posible del daño que dice haber recibido y, más aún, actúa de mala fe al acusar a la víctima de ser el verdugo.

Así pues, el que tenía que ser responsable de que las cosas no llegaran a este punto se encuentra ausente y, además, justificado con la nueva situación de consenso. En cuanto la víctima, que ahora es vista como verdugo, reclama al responsable que tome cartas en el asunto, éste actúa, como es lógico, irresponsablemente puesto que la situación es ahora de consenso y, debido a que la atención y la consciencia no son ahora relevantes, sólo le queda la violencia como forma de solventar la disputa. No hay ya un responsable auténtico que, sirviéndose de la autoridad trascendente de modo que su individualidad no cuente a la hora de actuar, haga prevalecer la claridad y la seriedad depurando las responsabilidades en el conflicto dado de modo que se esclarezca quién fue el verdugo y quién la víctima a la luz del bien imperante en una situación de orden auténtico, es decir, a la luz de la justicia. El que debía ser responsable se ha convertido, por su propia irresponsabilidad, en una bestia puesto que actúa violentamente guiado sólo por sus sentimientos, sus buenas intenciones, en un ámbito de consenso que no puede ser más que una pura sugestión de la que, obviamente, ni siquiera puede ser consciente. El irresponsable de esta familia deviene víctima de su propia irresponsabilidad y verdugo de cualquier intento por parte de cualquier miembro de la familia por restablecer el orden, no sólo eso sino que además posibilita que los elementos más insidiosos de la familia prosperen en su perfidia resultando en la opresión aun mayor de los que se obstinan en la inocencia que como ya hemos demostrado es, tras la usurpación del bien, vista como culpabilidad.

Todo lo bueno de la familia, entendida rectamente, resulta en un mal para quien se haga acreedor de dicho bien quien no tiene otra alternativa que: o bien asumir la responsabilidad él mismo, con lo cual se verá enfrentado al irresponsable que le verá como un usurpador, o bien tendrá que rendirse al abuso de los verdaderos usurpadores el cual será tanto más fuerte cuanto mayor su nivel de inconsciencia. Es obvio que estos usurpadores inconscientes nunca cejarán en su empeño pues, tras la usurpación del bien, verán al acreedor del auténtico bien como acreedor del mal y a esto aún debe añadirse la percepción que los usurpadores tienen de la víctima, precisamente en cuanto que se la ve desfavorecida y sufriente, como merecedora objetiva de dichos males y sufrimientos. Al mismo tiempo perciben la absurdidad de la postura de la víctima y lo interpretan como estupidez, con lo cual, al ser la víctima a un tiempo inicua y estúpida, se justifica automáticamente su utilización como bestia de carga y, de hecho, se ve en esto y, sólo en esto, su valía. Así pues, la víctima no es expulsada de la familia pues tiene cierto valor como bestia y puede, de hecho debe, ser utilizada para servir al interés general como tonto útil; es más, incluso se le tendrá cierta consideración pero no como sujeto de dignidad sino como objeto para satisfacer funciones consideradas valiosas para la familia sirviendo de tonto necesario. Nada de esto será visto por nadie como vejatorio o negativo sino como apropiado y connatural al propio ambiente familiar.

No insistiremos más, creemos que lo dicho hasta aquí basta para responder con propiedad y con responsabilidad a la pregunta formulada al principio: cuando la falta de responsabilidad es total la catástrofe total es absolutamente inevitable.