Aceptando la sugerencia presentada ampliamos
la cuestión de la responsabilidad dándole la vuelta a la cuestión y planteando
la problemática de la irresponsabilidad. Así pues, la pregunta es: ¿Qué ocurre
cuando hay una total falta de responsabilidad?
Entonces, si la responsabilidad quedó definida
en el anterior capítulo como compromiso con la aceptación del bien,
entendiéndose éste como el todo por exclusión de la pura nada; luego la
definición contraria debería plantearse como compromiso con el rechazo del
bien, entendiéndose éste como la nada por exclusión del todo.
Sin embargo, las gentes se apresuran a
protestar: “no es cierto, queremos el bien pero no queremos hablar del todo o
la nada”. Esto es inaceptable puesto que ya quedó demostrado anteriormente que
no se puede hablar de bien con propiedad sin ajustarlo a las leyes de la
lógica. De otro modo, deberíamos ajustarnos a la ambigüedad como norma, lo cual
también quedó demostrado como inaceptable pues la propia ambigüedad es engaño,
el cual es negativo, con lo cual no es admisible como parte del bien. También
se refutó la tesis del gris como punto medio entre blanco, es decir, el bien y
negro, es decir, el mal. El punto medio sólo es aceptable en el ámbito de lo
particular, por ejemplo cuando decimos que queremos agua ni muy caliente ni muy
fría sino tibia, para lavarnos las manos; pero es inaceptable en el ámbito de
lo universal, por ejemplo cuando pretendemos que ante una acusación de
asesinato se nos retiren los cargos en base a que no asesinamos ni todo ni nada
sino que sólo asesinamos a la víctima un poco, con lo cual su muerte no pudo
ser del todo a causa de nuestro “un poco”, con lo cual no se puede concluir que
hayamos asesinado a la víctima la cual debió haber muerto por otra cosa.
Lo que tratamos aquí es acerca de la
responsabilidad, o la falta de ella, y acerca del bien como constituyente de la
propia realidad en cuanto sólo limitado por la pura nada. El lector debe
comprender entonces que tratamos una cuestión universal y no particular. Debe
entenderse también que para tratar cualquier asunto con seriedad es
imprescindible atenerse a las leyes de la lógica, especialmente a sus tres
principios básicos:
1.
El principio de identidad: la
cuestión que se esté tratando es idéntica a sí misma, no puede cambiar para
adecuarse a los intereses de un interlocutor pues sería lesivo para el otro
interlocutor, con lo cual sería imposible ser serio, justo o razonable.
2.
El principio de no contradicción:
la cuestión que se esté tratando no puede verse condicionada a la ambigüedad
pues, de otro modo, se desvirtúa la cuestión que se trata atacándola en su
universalidad para particularizarla al gusto del interlocutor en cuestión. Por
ejemplo, la universalidad de la vida no puede condicionarse a la ambigüedad
puesto que desvirtuaríamos la vida haciéndola partícipe de la muerte, lo cual
es absurdo.
3.
El principio de razón suficiente:
la cuestión que se esté tratando debe tener una conexión lógica, a través de
razonamientos, con la respuesta que se propone como conclusión acerca de dicha
cuestión. Por ejemplo, al plantear la pregunta acerca de qué ocurre cuando se
da una total irresponsabilidad, debemos dar una respuesta coherente acerca de
aquello que se está preguntando sin escabullir la cuestión.
Por fin, hemos llegado al punto necesario para
responder a la pregunta con propiedad sin dejar que el sentimentalismo, la
ambigüedad o la confusión nos desvíen de la corrección de la respuesta.
Así pues, cuando hay una total falta de
responsabilidad lo que ocurre es el puro mal, es decir, estamos introduciendo
en la vida la muerte. La misma vida que nos fue dada queda ahora sometida al
ámbito de la muerte puesto que a través de la irresponsabilidad no hay forma
posible de participar de la vida y quien queda sometido a esta suerte sólo
tiene acceso a la ambigüedad, es decir, al puro engaño. Su cuerpo permanece
vivo pero su mente está atrapada en el delirio de la ambigüedad, es decir, en
la inconsciencia, la pura inercia. Esta mente cree tener libertad y es cierto
que la tiene, pero sólo en el ámbito del engaño el cual, como quedó demostrado,
es la nada. Esta mente queda pues enredada en el mal y sólo la responsabilidad
podrá quitarla de ahí. Ahora bien, la pregunta habla de total falta de
responsabilidad con lo cual es oportuno decir aquí que esa responsabilidad
necesaria para que esa mente se desenrede del mal, no puede provenir de esa
misma mente de la cual se ha dicho que tiene una total falta de responsabilidad.
Así pues, esta mente necesita el auxilio de la responsabilidad trascendente,
pues su responsabilidad individual ha quedado usurpada por la total falta de
responsabilidad.
Por otro lado, esta mente irresponsable no
sólo usurpa la responsabilidad individual que necesariamente esta mente tuvo
que tener en algún momento para acceder siquiera a la existencia, sino que,
esta mente irresponsable, tiene acceso al cuerpo de dicha mente, es decir, no
sólo quedan usurpados los pensamientos sino también los actos.
En este punto las gentes protestan: “si eso
fuera así entonces nosotros no seríamos nosotros, estaríamos poseídos por algo
ajeno a nosotros; pero si sabemos que estamos vivos, entonces tenemos que ser
nosotros; cómo pues nos habrían de poseer sin nosotros haberlo sabido”. El
problema aquí estriba en la cuestión de la recta intención y nos lleva de
regreso al asunto de la autoridad trascendente. Tal y como arguyen las gentes
uno se podría ver tentado a suponer que la responsabilidad es innecesaria pero
lo cierto es que nuestra capacidad intelectiva nos atestigua que eso no es posible
puesto que eso implicaría que la autoridad trascendente no existe, luego no
tenemos libre albedrío pues estaríamos esclavizados por la ambigüedad
constante. Siendo así no podríamos tener ninguna certeza, entonces cómo saber
que estamos vivos.
La resolución al dilema pasa, necesariamente,
por la aceptación de que nosotros somos nosotros precisamente debido a la
autoridad trascendente. De otro modo, nunca podríamos decir nosotros somos
nosotros como lo hacen las gentes, así pues, su protesta es inaceptable.
Aparte de esto, tenemos que tratar la cuestión
de la recta intención la cual no debe ser olvidada puesto que la única conexión
posible entre la autoridad trascendente y nuestra individualidad, para que
podamos decir con toda propiedad que estamos vivos, es precisamente la recta
intención. Es decir, la recta intención es aquello que hace que mis
pensamientos y mis actos sean acordes a la vida, y esto no puede hacerse sin
responsabilidad. Así pues, si sabemos que estamos vivos es debido a que
cumplimos las condiciones indispensables para llegar a semejante conclusión, a
saber, de algún modo, por vago que sea, aceptamos que existe una autoridad
trascendente, aceptamos que la vida implica consciencia y aceptamos que es
imprescindible para ello prestar atención. De algún modo lo aceptamos, pero en
algún momento desviamos la ruta hacia la ambigüedad, es decir, no tenemos una
recta intención y pasamos a negar, mediante la ambigüedad y el sentimentalismo,
la autoridad trascendente; y hacemos todo esto porque esa ambigüedad y ese
sentimentalismo que nos confinan al ámbito del engaño nos conducen a un estado
de inconsciencia. Así de fácil se pasa de la sensatez al delirio, y por esto es
imprescindible mantener la atención, la consciencia y la responsabilidad con
una recta intención.
A estas alturas debería ser fácil comprender
que la irresponsabilidad total lleva, necesariamente, al desastre total. Sin
embargo las gentes no se rinden y arguyen: “no sabemos nada de eso de la recta
intención pero sí sabemos que tenemos buenas intenciones y eso basta”
Inaceptable. Compréndase bien que la ruptura con los principios antedichos
implica, necesariamente, la usurpación del bien. Es decir, la propia noción de
bien que tiene el individuo que se deja llevar por las buenas intenciones no
participa del bien trascendente sino que, de hecho, lo niega; sin embargo, el
individuo sigue utilizando el mismo término “bien”, pero desvirtuado de su
sentido original. Esta aberración es probablemente la consecuencia más monstruosa
de la irresponsabilidad puesto que el irresponsable está convencido de estar
haciendo el bien y si alguien le hace ver que se equivoca se sirve de la
ambigüedad para salir del paso quedando intacta la sensación, que este
individuo tiene, de estar haciendo el bien. Por supuesto, un irresponsable tal
no se ve a sí mismo como irresponsable y cómo habría de hacerlo en medio de la
pura ambigüedad, es decir, en medio del puro engaño. La irresponsabilidad y la
propia ambigüedad son por esta razón extremadamente contagiosos con lo cual a
nadie debería sorprender la relación que se establece entre la
irresponsabilidad, la ambigüedad y la sugestión. He aquí, de hecho, la razón de
la obstinación de las gentes. Concluimos pues que las buenas intenciones, las
cuales son siempre particulares, no bastan y la recta intención, la cual es
necesariamente universal, es imprescindible para alcanzar la responsabilidad.
Las buenas intenciones son, de hecho,
incompatibles con la recta intención puesto que, aunque no exista una plena
consciencia de ello, lo cierto es que implican siempre un cierto grado de
ambigüedad llevando a la mente al desastre mediante la usurpación del sentido
de bien. Nos explicamos: las buenas intenciones son sentimientos, es decir, no
forman parte de lo universal pues los sentimientos son ininteligibles si no hay
un individuo que los adopte de modo que particularice el sentimiento en
cuestión. Por ejemplo, el sentimiento de amor por una joya no tiene sentido en sí
mismo y sólo se hace inteligible si lo asociamos a un individuo el cual, ahora
sí, hace que dicho sentimiento se particularice: “Fulano ama aquella joya”. Sin
embargo, lo universal, es decir, lo real, tal y como ya ha quedado definido
anteriormente, sí es perfectamente inteligible sin necesidad de que ningún
individuo lo particularice: “el bien es amor”. Así pues, “joya es amor” es
ininteligible y nuestra mente exige saber qué joya puede ser esa o quién dice
tal cosa; por la contra, “el bien es amor” es perfectamente inteligible y
nuestra mente puede preguntarse acerca del amor e incluso puede plantearse que
alguien diga tal cosa, pero no lo necesita para entender que la frase, en sí
misma, es perfectamente comprensible. Esto es debido a que todos tenemos una
capacidad para percibir el sentido trascendente de ciertas nociones que son, de
por sí, trascendentes sin que esto sea privativo de aplicaciones particulares.
Aquí las gentes arguyen: “nuestras buenas
intenciones son trascendentes porque, en su sentido sublimado, van más allá de
cualquier aplicación particular, luego no hace falta nada más”. El argumento es
erróneo puesto que no tiene en cuenta la irreversibilidad de la jerarquía en el
razonamiento. Lo universal ocupa el lugar jerárquico máximo y lo particular el
mínimo pero, entre uno y otro, hay una gradación indefinida de jerarquías donde
se colocarían las generalidades. Lo general no es, de ningún modo, aceptable
como universal; la suma de las responsabilidades individuales, aun cuando sea
en número indefinido, no da como resultado la responsabilidad universal; no
importa cuánta gente consensúe que el asesinato está bien, seguirá estando mal
aunque no haya nadie que así lo atestigüe puesto que el universal que rige la
dignidad intrínseca de la vida no permite aceptar como razonable la tesis
mayoritaria a favor del asesinato, y no importan ni el quorum ni la unanimidad
en una hipotética votación al respecto.
A estas alturas ha quedado suficientemente
claro que la falta de una intención recta conlleva el riesgo inmediato del
desastre a través de la confusión de la mente con respecto a los sentimientos o
planteamientos del tipo que sean que, por su ambigüedad o perversión, conducen
a la irresponsabilidad.
En este punto conviene hacer una aclaración
acerca de lo que podemos llamar las influencias psíquicas pero que, en
realidad, no son más que jerarquías de sentimentalismo. Un sentimiento
determinado puede ser sencillamente individual como cuando, por ejemplo,
“Fulano ama una joya” puesto que en este caso el único involucrado podría ser
“Fulano” y nadie más tendría porqué saber siquiera acerca de este asunto. Sin
embargo, la cuestión cambia, y se hace más confusa, cuando el sentimiento es
colectivo o general como cuando, por ejemplo, “el pueblo ama la democracia” puesto
que en este caso hay un sentimiento que, aparentemente, trasciende la
individualidad. Nos hemos topado aquí con la ambigüedad, la confusión, la
sugestión y, aún más, el consenso. Por supuesto en “el pueblo ama la
democracia” no hay la más mínima trascendencia pero sí hay confusión pues quién
es el pueblo más allá de una amalgama y cómo podría ser sujeto consciente, hay
también ambigüedad puesto que parece que, debido a su número, está por encima
del individuo, con lo cual hay también sugestión pues se nos sugiere que
interpretemos esto como trascendente al individuo; pero, peor aún, hay aquí
consenso en la consideración, en sí misma ambigua y confusa, de que en la frase
“el pueblo ama la democracia” hay responsabilidad. Una vez más, la verdad es
justo la contraria, tomar esa frase en el sentido que, tristemente, tiene hoy
en día es sumamente irresponsable puesto que no tenemos en este asunto nada
real, nada razonable sino sólo puro sentimiento y, sin embargo, las gentes se
guían totalmente por este tipo de sentimiento que es más una influencia
psíquica que cualquier otra cosa. Desde luego hay buena intención pero no hay
una intención recta, se usurpa el sentido de bien, en este caso el sentido de bien
común, pero no hay una particularización en ningún individuo, con lo cual no
hay ningún responsable y cómo saber entonces que se está cumpliendo con el bien
común. Compréndase bien que aquí no hay una intención recta porque se permite
la ambigüedad.
Entonces las gentes arguyen: “pero se está
cumpliendo el bien común”. Por supuesto esto es falso pues, como quedó
demostrado, el bien común, al igual que el bien propiamente dicho, es
incompatible con la ambigüedad. Las gentes rearguyen: “consideramos que <<el
pueblo ama la democracia>> es trascendente”. Interesante pero
inaceptable. Interesante puesto que en este juego psíquico podemos ver ahora
con nitidez la mala fe del asunto en cuestión puesto que se trata,
efectivamente, de hacer pasar lo general por lo universal y el sentimiento por
lo trascendente; sin embargo todo esto es inaceptable puesto que no podemos
sostener que “el pueblo ama la democracia” sea más trascendente que “Fulano ama
una joya”, ninguna de estas dos premisas tiene nada de trascendente sin embargo
tenemos en todo este asunto un engaño fácil de percibir ahora; está claro que
hay alguien que, por la razón que sea, tiene interés en que aquellos que
subscriban la influencia psíquica “el pueblo ama la democracia” confunda un
asunto particular y, por lo tanto banal e irrelevante, con un asunto
trascendental y, por lo tanto, susceptible de ser aceptado responsablemente.
Así pues, la mente se queda “tranquila” en sus “buenas intenciones” pero el
desastre se ha consumado puesto que ha subscrito una noción inicua; y es inicua
debido a que implica un tremendo engaño: la mente ha subscrito como bien el
mal.
Ahora, por fin, se comprende que la
irresponsabilidad aun cuando haya sido originada por la mejor de las
intenciones redunda en el desastre puesto que usurpa la autoridad que
legítimamente le corresponde a lo universal particularizando una idea u otra
según un determinado interés y haciendo mediante el consenso, el cual se apoya
en la confusión entre lo general y lo universal, que el mal, es decir la
ambigüedad y el engaño, parezca, en realidad, el bien. Así pues, se demuestra
imposible que las buenas intenciones sean suficientes para que se produzca la
responsabilidad en la vida, de modo que la pregunta con la cual iniciamos este
texto sólo tiene una respuesta posible: cuando hay una total falta de
responsabilidad el resultado es el desastre y, en última instancia, el mal
puro, es decir, la total disipación en la nada.
Evitar la recta intención, la cual suprime la
posibilidad de la ambigüedad, sólo conlleva el enredo en el mal y la usurpación
del bien, todo esto redunda inevitablemente en la traición puesto que la mente,
embriagada en el sentimentalismo engañoso de la confusión entre lo particular y
lo universal, se pierde a sí misma en el delirio de la usurpación de la
autoridad contraponiendo el mal al bien y confundiendo el bien con el mal. Una
mente así pensará estar haciendo el bien mientras hace el mal y, además, habrá
alguien sacando provecho de ello con lo cual, esta mente, no sólo se hace daño
a sí misma y a quien traiciona en su loco delirio sino que, además, contribuye
al desequilibrio general alimentando la sugestión y robusteciendo el consenso.
Este es el terrible precio a pagar por la
irresponsabilidad y quien lo paga es el inocente, es decir, el que se niega a
prestarse a este juego perverso. El irresponsable arrastra al vacío al
inocente, a la pura disolución, haciendo que sea precisamente su inocencia la
que le haga culpable delante del consenso general y haciendo que todo el peso de
la sugestión le aplaste en su fuero interno puesto que son precisamente sus
buenas cualidades, la recta intención, la que desata la furia de las gentes
puesto que éstas dicen: “no nos permite seguir nuestras buenas intenciones con
su recta intención, luego es intolerante con los buenos”. Por supuesto esto es
un disparate pues la recta intención jamás es compatible con la intolerancia
con los buenos sino todo lo contrario. La diferencia en las dos posturas es que
la recta intención acepta la autoridad universal como guía, trascendiéndose de
este modo su individualidad; la postura de las buenas intenciones, sin embargo,
opta por el consenso como guía pero no hay trascendencia alguna quedándose todo
en el ámbito del interés de alguien. Quien sea ese alguien es irrelevante, la
cuestión aquí es que en la tesis de las buenas intenciones se produce la
inversión monstruosa de los principios y es así como, ante la perplejidad de
todos, se opera la perfidia más absoluta. El verdadero bien, aquel que es la
realidad y el todo, es absolutamente incompatible con la irresponsabilidad,
aquella que trae el sufrimiento y la muerte.
A modo de epílogo pondremos un ejemplo
esclarecedor: la familia. Lo primero que debe ocurrir para que se produzca la
falta total de responsabilidad es que no se preste atención a lo importante lo
cual es, en sí mismo, irresponsable; acto seguido se perderá la consciencia de
no estar prestando atención lo cual se llevará a cabo, por supuesto, con buena
intención. Llegados a este punto ya aplica sobre esta familia el modelo que
hemos visto más atrás, es decir, la familia se zambulle en la sugestión y se
pierde de vista lo trascendente con lo cual, tarde o temprano, el individuo más
vulnerable de la familia será víctima del desorden y al hacer reclamo de su
dignidad se activará el consenso. En este punto el reclamo de la víctima ya no
encuentra a una autoridad trascendente que regule la situación sino que
prevalecerá el interés de alguno de los miembros de la familia y se regulará el
asunto según el consenso general. Así pues, ante la reclamación presentada por
la víctima no se realizará un juicio responsable sobre la dignidad de la
víctima sino únicamente una consideración general y un balance de daños, no
sobre la dignidad de la víctima sino sobre el consenso general de la familia.
La consideración general al rechazar la
autoridad universal, recordemos que general no es equivalente a universal,
concluirá que la víctima no es víctima puesto que el desorden no existe, y cómo
habría de existir si nunca hubo consciencia de no estar prestando atención a lo
importante. Es decir, el consenso general funciona de manera automática tomando
el statu quo imperante como orden por defecto sin que nadie supervise nada pues
al faltar la consciencia de no estar prestando atención quién se dará cuenta.
Llegados a este punto, la víctima que ya no puede ser víctima puesto que no hay
ningún desorden pasa a representar un problema para la familia puesto que,
incapaz de comprender que no es víctima, sigue persistiendo en su reclamo.
Obsérvese que este reclamo es ya ilegítimo, es decir, se ha producido la
usurpación del bien que mencionábamos más atrás. La víctima ha pasado a ser
verdugo puesto que con su reclamo ilegítimo hace daño a los demás miembros de
la familia.
Hemos llegado al momento del balance de daños,
la víctima que ahora es verdugo no puede reclamar ningún daño pues es, ella
misma, la culpable de su propio reclamo; sin embargo, el verdugo que ahora es
víctima sí puede, e incluso debe, reclamar daños.
A estas alturas del ejemplo tenemos que lo que
comenzó como una negligencia por parte del responsable de la familia, el cual
no prestó atención a lo importante, se ha convertido en un consenso de buenas
intenciones que vela por el interés general. Entiéndase ahora que llegados a
este punto ya no hay forma de que surja la necesidad acerca de hacer algo para
restablecer el orden puesto que no hay la más mínima consciencia de que exista
ningún desorden y, en caso de conflicto, éste no puede ser nunca más que
anecdótico y en caso de ir a mayores será culpa del que reclame justicia en su
causa particular puesto que si la víctima es verdugo, entonces el verdugo al
pedir justicia pide, en realidad, la injusticia. De este modo el verdugo es el
único culpable posible del daño que dice haber recibido y, más aún, actúa de
mala fe al acusar a la víctima de ser el verdugo.
Así pues, el que tenía que ser responsable de
que las cosas no llegaran a este punto se encuentra ausente y, además,
justificado con la nueva situación de consenso. En cuanto la víctima, que ahora
es vista como verdugo, reclama al responsable que tome cartas en el asunto,
éste actúa, como es lógico, irresponsablemente puesto que la situación es ahora
de consenso y, debido a que la atención y la consciencia no son ahora
relevantes, sólo le queda la violencia como forma de solventar la disputa. No
hay ya un responsable auténtico que, sirviéndose de la autoridad trascendente
de modo que su individualidad no cuente a la hora de actuar, haga prevalecer la
claridad y la seriedad depurando las responsabilidades en el conflicto dado de
modo que se esclarezca quién fue el verdugo y quién la víctima a la luz del
bien imperante en una situación de orden auténtico, es decir, a la luz de la
justicia. El que debía ser responsable se ha convertido, por su propia irresponsabilidad,
en una bestia puesto que actúa violentamente guiado sólo por sus sentimientos,
sus buenas intenciones, en un ámbito de consenso que no puede ser más que una
pura sugestión de la que, obviamente, ni siquiera puede ser consciente. El
irresponsable de esta familia deviene víctima de su propia irresponsabilidad y
verdugo de cualquier intento por parte de cualquier miembro de la familia por
restablecer el orden, no sólo eso sino que además posibilita que los elementos
más insidiosos de la familia prosperen en su perfidia resultando en la opresión
aun mayor de los que se obstinan en la inocencia que como ya hemos demostrado
es, tras la usurpación del bien, vista como culpabilidad.
Todo lo bueno de la familia, entendida
rectamente, resulta en un mal para quien se haga acreedor de dicho bien quien
no tiene otra alternativa que: o bien asumir la responsabilidad él mismo, con
lo cual se verá enfrentado al irresponsable que le verá como un usurpador, o
bien tendrá que rendirse al abuso de los verdaderos usurpadores el cual será
tanto más fuerte cuanto mayor su nivel de inconsciencia. Es obvio que estos
usurpadores inconscientes nunca cejarán en su empeño pues, tras la usurpación
del bien, verán al acreedor del auténtico bien como acreedor del mal y a esto
aún debe añadirse la percepción que los usurpadores tienen de la víctima,
precisamente en cuanto que se la ve desfavorecida y sufriente, como merecedora
objetiva de dichos males y sufrimientos. Al mismo tiempo perciben la absurdidad
de la postura de la víctima y lo interpretan como estupidez, con lo cual, al
ser la víctima a un tiempo inicua y estúpida, se justifica automáticamente su
utilización como bestia de carga y, de hecho, se ve en esto y, sólo en esto, su
valía. Así pues, la víctima no es expulsada de la familia pues tiene cierto valor
como bestia y puede, de hecho debe, ser utilizada para servir al interés
general como tonto útil; es más, incluso se le tendrá cierta consideración pero
no como sujeto de dignidad sino como objeto para satisfacer funciones
consideradas valiosas para la familia sirviendo de tonto necesario. Nada de
esto será visto por nadie como vejatorio o negativo sino como apropiado y
connatural al propio ambiente familiar.
No insistiremos más, creemos que lo dicho
hasta aquí basta para responder con propiedad y con responsabilidad a la
pregunta formulada al principio: cuando la falta de responsabilidad es total la
catástrofe total es absolutamente inevitable.